miércoles, 21 de marzo de 2012

Tras el cristal.


La lluvia teñía el cristal empañándolo en un collage de cristalinas tiras de diferentes tamaños, pinceladas de una invisible brocha que acaparaba todo el cielo con un monótono gris perlado. La pegajosa camiseta se adhería constante a mi torso, y sentía cómo el agua se deslizaba como canaleras a través del largo de mis cabellos, empañando el campo de visión con pequeños grupos de hilos de un rubio oscurecido convertido en marrón barro. Saboreé algunas gotas reposadas en la comisura de mis labios, tenían un extraño sabor salado y amargo al mismo tiempo. La lluvia no era un hecho que mereciese importancia para impedir que contactase contigo, era un elemento más de la naturaleza, por ello no lograba entender cómo la gente se escondía de ella, ocultaban el rostro en vez de alzarlo hacia el cielo.
Recogí parte de la camiseta en mi puño y lo zarandeé sobre la superficie del cristal en un intento de limpiarlo, aunque tan solo consiguiendo un desastroso almizcle de sombras borrosas. Traté de entornar los ojos con el fin de lograr una mayor nitidez de la imagen sin demasiado éxito, mi boca lanzó algo de vapor y rodeé el objetivo con ambas manos para mantener el calor aislado, pronto un pequeño bulto lleno de pelo apareció al fondo. Un pequeño pinchazo en el costado me sorprendió provocando que abriera desmesuradamente los ojos para absorber cada detalle que pudiera temer perderme. Me sorprendía cada vez más la fuerza con la que me zarandeaba la simple idea permanecer a escasos metros de ella, aún separado por el cristal de su ventana.
La silueta oscura, encogida en una bola ininteligible sobre un viejo sofá azulado, se mecía acompasada en una respiración regular, constante, y cada uno de aquellos movimientos impulsaba cada latido de mi corazón en mis venas. El oxígeno que ella respiraba era preciado, pero valioso, más de lo que su conocimiento conociera alguna vez. Su rostro se esculpía en un mortecino blanco marfil, que contrastaba con el carmín de su boca estrecha y la aureola de espesa turmalina delineando su rostro ovalado.
Quizás estaba a punto de cometer el mayor error de mi vida, uno del que su magnitud jamás llegase a reparar, pero a penas me importaba si era correcto o no, la decisión ya la había tomado mucho tiempo atrás. ¿Arrepentirse? El arrepentimiento solo era uno de los hijos de la cobardía. La vida era una metáfora que había escogido escribir en blanco y negro, y la fidelidad relativa la tinta de la pluma que utilizaba.
Me sobresaltó de pronto el desprendimiento de la mata de pelo de un canela claro de la oscura figura, un par de negros ojos caninos se posaron desconcertantes atravesando la translucidez, abriendo su boca y comenzando a jadear silenciosamente. Nos observamos mutuamente durante unos segundos, sabía que aquel perro la protegería con la vida si en algún momento hiciese falta y él sabía que yo haría lo mismo. Con aquella inusual bula de felicidad recorriendo mis entrañas, le sonreí taimadamente y levanté mi dedo índice hasta tocar con él la comisura de mis labios pidiendo su mudez, y el perro volvió a ocupar su posición original sobre la chica, escondiendo su cabeza entre el abrazo de su ama.
Notaba como cada ínfima parte de mi ser estaba alerta, sensible a cualquier tipo de cambio, era una sensación frenética, como los efectos energéticos de una droga en mi organismo. La lluvia había comenzado a amainar, las gotas se veían reducidas en tamaño y cantidad paulatinamente, siguiendo un decrescendo interminable. Conté las horas que me quedaban para poder hablar con ella por primera vez, eran muy pocas.

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