viernes, 30 de marzo de 2012

En una mañana.


Los rayos de sol comenzaron a filtrarse débilmente por entre las ventanas, provocando que la negrura de mi visión se fuese tornando paulatinamente a un color ocre anaranjado. Intenté ignorarlo, pero pronto el calor comenzó a recalentar la piel de mis mejillas y tuve que aceptar el hecho de que finalmente había amanecido.
Sentía los músculos entumecidos por la inactividad del cuerpo y la mala postura en la que había dormido toda la noche, además de un cargante peso abrumador sobre mi costado. Acostumbrándome a la luz fui abriendo los ojos poco a poco, tratando de situarme ante el desconcierto de mi sentido orientador. Lo primero que vislumbré fue un oscuro color rojo similar a la sangre seca y múltiples cuadros, muchas pinturas, de diferente índole, color y tamaño, parecían recargar toda la estancia. Volví a cerrar los ojos. Lo último que recordaba era el rostro de Jack Nicholson, enmarcado por una magreada puerta blanca, canturreando “¡Aquí está Jack!”; mientras, los gritos de una asustada Shelley Duvall se habían ido quedando difuminados bajo un esponjoso velo de inconsciencia. Sí, había decidido ver El Resplandor anoche para calmar mis nervios, sentir la adrenalina del terror siempre quemaba los resquicios de algún otro sentimiento prevalente, y el motivo de que hoy se marcaba el comienzo de mi nueva vida había provocado ese nerviosismo.
Volví a entreabrir los ojos, debía empezar a prepararme para acudir a mi primer día de colegio. Una enorme alfombra de pelo color arena ocultaba mi cuerpo desde el vientre hasta más allá de mis caderas, ahora entendía por qué no había pasado frío durante la noche.
-Athos…-murmuré con una voz empalagosa debido a la inercia.- Athos, venga, levanta…
Logré rescatar una de mis manos sepultada debajo de mi costado para darle unas palmaditas amables sobre el lomo del perro. Su respiración era profunda y calmada, parecía no percatarse siquiera de su alrededor, a veces envidiaba a ese perro.
-¡Athos, arriba!
Athos gimió débilmente moviendo de lado a lado su hocico, sacó su lengua y se lamió la comisura de los labios. Al pronto un par de redondas cuencas negras me miraban extrañadas, sin entender el por qué de mis gritos, brillando en el resplandor de su mirada. No pude evitar asomar una pequeña sonrisa en mis labios.
-Buenos días, grandullón.- le dije mientras le rascaba con la mano libre la hendidura posterior de sus orejas gachas.- ¿Te has quedado conmigo toda la noche?
Athos restregó su cabeza por mi vientre, arrugando la vieja camiseta blanca y haciéndome cosquillas con su pelo. No podía desear otra cosa que no fuera quedarme así toda la mañana, sin nada que hacer, solos él y yo… Pero había cosas que hacer, así que me puse en pie.
La bolsa de palomitas medio llena y el cuenco de queso fundido, el cual comenzaba a formar ya una especie de masa semisólida pegajosa, permanecían intactos en la mesita intermediaria entre la tele y el sofá. Recogí los restos de la comida, una simbiosis que había creado para el disfrute de mis películas entre palomitas y queso apodado “paloqueso”      y que inesperadamente no sabía nada mal, y lo llevé a la cocina. Vislumbré en el fregadero la taza del desayuno de mi madre y me percaté entonces el silencio atroz que protagonizaba la casa, ella debía de haberse marchado mucho antes. Sin darle mayor importancia y después de poner algo de comida y agua en el comedero de Athos, subí las escaleras para coger una camisa vaquera y unos pantalones claros y sustituirlos por mi pijama, sacudí violentamente mi pelo al aire para peinarlo y me lavé los dientes, no solía desayunar por las mañanas. Ya preparada y lista con la pesada mochila repleta del material que semanas antes había solicitado una carta del colegio, bajé de nuevo al comedor. Athos seguía en su posición inicial, relajado y extendido a lo largo y ancho, ocupaba casi todo el sofá entero. Al verme me miró con cara compungida.
-No me mires así, ya hemos hablado de esto, hoy empiezo el colegio.- le recordé. Él gruñó dulcemente.- Lo sé, a mí tampoco me gusta la idea, pero es lo que hay.
Le sonreí débilmente y me acerqué para darle un beso en la coronilla.
-Te he dejado el desayuno en la cocina. Cuando vuelva, daremos un paseo, ¿vale?
Athos ladró alegremente y movió enérgicamente la cola ante mi propuesta, lo que provocó de inmediato mi risa. Instintivamente miré el reloj de la mesita, debía irme ya o no llegaría a tiempo, y no quería llegar tarde el primer día. Con rapidez volví a despedirme de Athos por última vez y abandoné la casa, una antigua casita de campo camuflada en un pueblo como aquel.
Los nervios comenzaron a despuntar en mis entrañas, un temblor que poco a poco se iba expandiendo como un virus malicioso, consumiendo la poca tranquilidad que resguardaba. Al cansancio del sueño y la molestia de haber dormido en el sofá, comenzaban a sumarse otros factores, como por ejemplo la inevitable bola de plomo que hundía mi pecho en cada expiración y evitaba la entrada de aire en cada inspiración. Había dejado atrás todo lo que había conocido, dicho adiós a todo lo sufrido en aquel lugar donde una vez había sido feliz, era comenzar de cero, construir un nuevo cimiento, mas… ¿Cómo se construía de la nada? Era como hacer una casa sobre arena, resbaladiza e inestable, nada era seguro.
Cogí la bicicleta apoyada en la pared del porche exterior, desde donde sabía que si me paraba un momento podría oír el rugido de las olas chocando contra el rocoso acantilado de la isla, y me eché al camino pedregoso dirección al casco nuevo del pueblo, a un par de kilómetros de denso bosque colindante a mi casa. El sol danzaba perezoso sobre el cielo, su luz se veía entumecida por la acción de una extensa y única capa de nubes, y la temperatura se veía rebatida por el intenso viento salino que soplaba en contra de mi rostro, empederniéndose contra él como una batalla en la que ninguno de los dos iba a ser vencedor. Tuve cuidado de no traspasar los charcos, que tejían una extensa red por el suelo, viniéndome a la memoria el chirimiri de la lluvia, aquel que siempre me había gustado y con el que me sentía refugiada. Quizás por eso odiaba los días como aquellos, en los que el clima era algo inexacto, ni bueno ni malo, ni agradable ni molesto. El sol significaba libertad, exaltación, y la lluvia protección y amparo, ¿qué era entonces esa mutante? Así habían sido todos los días desde mi llegada a la isla y aún no me había acostumbrado después de un mes, ese era uno de los factores que no recordaba de mi infancia en la isla, supongo que demasiada ingenua para preocuparme por esos resquicios.
De pronto un ensordecedor ruido sobresalió de entre mis pensamientos, era monótono y potente, como un rugido que inexplicablemente asocié con el león de la Golden Metro Meyer. Sin dejar de pedalear icé cuidadosamente la cabeza hacia atrás, la imagen de un monstruo negro metálico se recortó en el paisaje, como si allí lo hubieran pegado de improvisto. La moto se había materializado en la lejanía del horizonte haciéndome preguntar cómo no me había percatado de ella antes, lamía con bastante velocidad el asfalto de la carretera, sin cuidado de partir el agua en dos con sus ruedas, y parecía que se dirigía directa a la ahora antojada frágil estructura de mi bicicleta. El conductor de aquella monstruosidad, un fantasma emborronado de chaqueta de cuero negra y prominente casco oscuro, se situó en mi retaguardia, impasible. Traté de moverme hacia el lado contrario, quitarme de su camino y dejarle pasar, mas el misterioso motero me siguió como si estuviésemos encadenados el uno al otro por un hilo invisible. ¿Me estaba persiguiendo? ¿Qué quería? Temí que si aceleraba su velocidad un poco más me derrumbase, pero la moto se acompasaba a mi ritmo, aunque tampoco pretendí comprobarlo reduciendo mi ritmo.
-¡Pasa!- grité moviendo enérgicamente la mano derecha en señal, aunque no demasiado por miedo de perder el equilibrio y caer al suelo.- ¡Está libre, idiota!
No había nadie más en la carretera, a primera hora de la mañana y en esa parte de las afueras de la ciudad el camino estaba abandonado. ¿Por qué aquella moto había decidido molestarme? ¿Un gracioso? ¿Un loco? ¿Un violador? Ya no sabía qué pensar, pero el miedo empezó a ahogarme lentamente la garganta y los muslos de las piernas me escocían por la tensión de mi cuerpo y el esfuerzo por mantener esa velocidad.
Pero de repente todo paró, como si el tiempo se hubiese congelado, una secuencia a cámara rápida y la pulsación del pause sin previo aviso. Lo primero que sentí fue el aire arañando con fiereza mi cara, después el aire fue sustituido por algo afilado y por último la negrura.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Tras el cristal.


La lluvia teñía el cristal empañándolo en un collage de cristalinas tiras de diferentes tamaños, pinceladas de una invisible brocha que acaparaba todo el cielo con un monótono gris perlado. La pegajosa camiseta se adhería constante a mi torso, y sentía cómo el agua se deslizaba como canaleras a través del largo de mis cabellos, empañando el campo de visión con pequeños grupos de hilos de un rubio oscurecido convertido en marrón barro. Saboreé algunas gotas reposadas en la comisura de mis labios, tenían un extraño sabor salado y amargo al mismo tiempo. La lluvia no era un hecho que mereciese importancia para impedir que contactase contigo, era un elemento más de la naturaleza, por ello no lograba entender cómo la gente se escondía de ella, ocultaban el rostro en vez de alzarlo hacia el cielo.
Recogí parte de la camiseta en mi puño y lo zarandeé sobre la superficie del cristal en un intento de limpiarlo, aunque tan solo consiguiendo un desastroso almizcle de sombras borrosas. Traté de entornar los ojos con el fin de lograr una mayor nitidez de la imagen sin demasiado éxito, mi boca lanzó algo de vapor y rodeé el objetivo con ambas manos para mantener el calor aislado, pronto un pequeño bulto lleno de pelo apareció al fondo. Un pequeño pinchazo en el costado me sorprendió provocando que abriera desmesuradamente los ojos para absorber cada detalle que pudiera temer perderme. Me sorprendía cada vez más la fuerza con la que me zarandeaba la simple idea permanecer a escasos metros de ella, aún separado por el cristal de su ventana.
La silueta oscura, encogida en una bola ininteligible sobre un viejo sofá azulado, se mecía acompasada en una respiración regular, constante, y cada uno de aquellos movimientos impulsaba cada latido de mi corazón en mis venas. El oxígeno que ella respiraba era preciado, pero valioso, más de lo que su conocimiento conociera alguna vez. Su rostro se esculpía en un mortecino blanco marfil, que contrastaba con el carmín de su boca estrecha y la aureola de espesa turmalina delineando su rostro ovalado.
Quizás estaba a punto de cometer el mayor error de mi vida, uno del que su magnitud jamás llegase a reparar, pero a penas me importaba si era correcto o no, la decisión ya la había tomado mucho tiempo atrás. ¿Arrepentirse? El arrepentimiento solo era uno de los hijos de la cobardía. La vida era una metáfora que había escogido escribir en blanco y negro, y la fidelidad relativa la tinta de la pluma que utilizaba.
Me sobresaltó de pronto el desprendimiento de la mata de pelo de un canela claro de la oscura figura, un par de negros ojos caninos se posaron desconcertantes atravesando la translucidez, abriendo su boca y comenzando a jadear silenciosamente. Nos observamos mutuamente durante unos segundos, sabía que aquel perro la protegería con la vida si en algún momento hiciese falta y él sabía que yo haría lo mismo. Con aquella inusual bula de felicidad recorriendo mis entrañas, le sonreí taimadamente y levanté mi dedo índice hasta tocar con él la comisura de mis labios pidiendo su mudez, y el perro volvió a ocupar su posición original sobre la chica, escondiendo su cabeza entre el abrazo de su ama.
Notaba como cada ínfima parte de mi ser estaba alerta, sensible a cualquier tipo de cambio, era una sensación frenética, como los efectos energéticos de una droga en mi organismo. La lluvia había comenzado a amainar, las gotas se veían reducidas en tamaño y cantidad paulatinamente, siguiendo un decrescendo interminable. Conté las horas que me quedaban para poder hablar con ella por primera vez, eran muy pocas.