Los rayos de sol comenzaron a filtrarse débilmente
por entre las ventanas, provocando que la negrura de mi visión se fuese
tornando paulatinamente a un color ocre anaranjado. Intenté ignorarlo, pero
pronto el calor comenzó a recalentar la piel de mis mejillas y tuve que aceptar
el hecho de que finalmente había amanecido.
Sentía los músculos entumecidos por la inactividad
del cuerpo y la mala postura en la que había dormido toda la noche, además de
un cargante peso abrumador sobre mi costado. Acostumbrándome a la luz fui
abriendo los ojos poco a poco, tratando de situarme ante el desconcierto de mi
sentido orientador. Lo primero que vislumbré fue un oscuro color rojo similar a
la sangre seca y múltiples cuadros, muchas pinturas, de diferente índole, color
y tamaño, parecían recargar toda la estancia. Volví a cerrar los ojos. Lo
último que recordaba era el rostro de Jack Nicholson, enmarcado por una magreada
puerta blanca, canturreando “¡Aquí está
Jack!”; mientras, los gritos de una asustada Shelley Duvall se habían ido
quedando difuminados bajo un esponjoso velo de inconsciencia. Sí, había
decidido ver El Resplandor anoche para calmar mis nervios, sentir la adrenalina
del terror siempre quemaba los resquicios de algún otro sentimiento prevalente,
y el motivo de que hoy se marcaba el comienzo de mi nueva vida había provocado
ese nerviosismo.
Volví a entreabrir los ojos, debía empezar a
prepararme para acudir a mi primer día de colegio. Una enorme alfombra de pelo color arena ocultaba mi cuerpo desde el vientre hasta más allá de mis caderas, ahora entendía
por qué no había pasado frío durante la noche.
-Athos…-murmuré con una voz empalagosa debido a la
inercia.- Athos, venga, levanta…
Logré rescatar una de mis manos sepultada debajo de
mi costado para darle unas palmaditas amables sobre el lomo del perro. Su
respiración era profunda y calmada, parecía no percatarse siquiera de su
alrededor, a veces envidiaba a ese perro.
-¡Athos, arriba!
Athos gimió débilmente moviendo de lado a lado su
hocico, sacó su lengua y se lamió la comisura de los labios. Al pronto un par
de redondas cuencas negras me miraban extrañadas, sin entender el por qué de mis gritos, brillando en el resplandor de
su mirada. No pude evitar asomar una pequeña sonrisa en mis labios.
-Buenos días, grandullón.- le dije mientras le
rascaba con la mano libre la hendidura posterior de sus orejas gachas.- ¿Te has
quedado conmigo toda la noche?
Athos restregó su cabeza por mi vientre, arrugando la
vieja camiseta blanca y haciéndome cosquillas con su pelo. No podía desear otra cosa que no fuera quedarme así toda la mañana, sin nada que hacer, solos él y yo… Pero había
cosas que hacer, así que me puse en pie.
La bolsa de palomitas medio llena y el cuenco de
queso fundido, el cual comenzaba a formar ya una especie de masa semisólida
pegajosa, permanecían intactos en la mesita intermediaria entre la tele y el
sofá. Recogí los restos de la comida, una simbiosis que había creado para el
disfrute de mis películas entre palomitas y queso apodado
“paloqueso” y que inesperadamente no sabía nada mal, y lo llevé a la cocina.
Vislumbré en el fregadero la taza del desayuno de mi madre y me percaté entonces el
silencio atroz que protagonizaba la casa, ella debía de haberse marchado mucho
antes. Sin darle mayor importancia y después de poner algo de comida y agua en
el comedero de Athos, subí las escaleras para coger una camisa vaquera y unos
pantalones claros y sustituirlos por mi pijama, sacudí violentamente mi pelo al
aire para peinarlo y me lavé los dientes, no solía desayunar por las mañanas.
Ya preparada y lista con la pesada mochila repleta del material que semanas
antes había solicitado una carta del colegio, bajé de nuevo al comedor. Athos
seguía en su posición inicial, relajado y extendido a lo largo y ancho, ocupaba
casi todo el sofá entero. Al verme me miró con cara compungida.
-No me mires así, ya hemos hablado de esto, hoy
empiezo el colegio.- le recordé. Él gruñó dulcemente.- Lo sé, a mí tampoco me
gusta la idea, pero es lo que hay.
Le sonreí débilmente y me acerqué para darle un beso
en la coronilla.
-Te he dejado el desayuno en la cocina. Cuando
vuelva, daremos un paseo, ¿vale?
Athos ladró alegremente y movió enérgicamente la cola
ante mi propuesta, lo que provocó de inmediato mi risa. Instintivamente miré el
reloj de la mesita, debía irme ya o no llegaría a tiempo, y no quería llegar
tarde el primer día. Con rapidez volví a despedirme de Athos por última vez y
abandoné la casa, una antigua casita de campo camuflada en un pueblo como
aquel.
Los nervios comenzaron a despuntar en mis entrañas,
un temblor que poco a poco se iba expandiendo como un virus malicioso,
consumiendo la poca tranquilidad que resguardaba. Al cansancio del sueño y la
molestia de haber dormido en el sofá, comenzaban a sumarse otros factores, como
por ejemplo la inevitable bola de plomo que hundía mi pecho en cada expiración
y evitaba la entrada de aire en cada inspiración. Había dejado atrás todo lo
que había conocido, dicho adiós a todo lo sufrido en aquel lugar donde una vez
había sido feliz, era comenzar de cero, construir un nuevo cimiento, mas… ¿Cómo
se construía de la nada? Era como hacer una casa sobre arena, resbaladiza e
inestable, nada era seguro.
Cogí la bicicleta apoyada en la pared del porche
exterior, desde donde sabía que si me paraba un momento podría oír el rugido de
las olas chocando contra el rocoso acantilado de la isla, y me eché al camino
pedregoso dirección al casco nuevo del pueblo, a un par de kilómetros de denso bosque
colindante a mi casa. El sol danzaba perezoso sobre el cielo, su luz se veía
entumecida por la acción de una extensa y única capa de nubes, y la temperatura
se veía rebatida por el intenso viento salino que soplaba en contra de mi
rostro, empederniéndose contra él como una batalla en la que ninguno de los dos
iba a ser vencedor. Tuve cuidado de no traspasar los charcos, que tejían una
extensa red por el suelo, viniéndome a la memoria el chirimiri de la lluvia,
aquel que siempre me había gustado y con el que me sentía refugiada. Quizás por
eso odiaba los días como aquellos, en los que el clima era algo inexacto, ni
bueno ni malo, ni agradable ni molesto. El sol significaba libertad,
exaltación, y la lluvia protección y amparo, ¿qué era entonces esa mutante? Así
habían sido todos los días desde mi llegada a la isla y aún no me había
acostumbrado después de un mes, ese era uno de los factores que no recordaba de
mi infancia en la isla, supongo que demasiada ingenua para preocuparme por esos
resquicios.
De pronto un ensordecedor ruido sobresalió de entre
mis pensamientos, era monótono y potente, como un rugido que inexplicablemente
asocié con el león de la Golden Metro
Meyer. Sin dejar de pedalear icé cuidadosamente la cabeza hacia atrás, la
imagen de un monstruo negro metálico se recortó en el paisaje, como si allí lo
hubieran pegado de improvisto. La moto se había materializado en la lejanía del
horizonte haciéndome preguntar cómo no me había percatado de ella antes, lamía
con bastante velocidad el asfalto de la carretera, sin cuidado de partir el
agua en dos con sus ruedas, y parecía que se dirigía directa a la ahora
antojada frágil estructura de mi bicicleta. El conductor de aquella
monstruosidad, un fantasma emborronado de chaqueta de cuero negra y prominente
casco oscuro, se situó en mi retaguardia, impasible. Traté de moverme hacia el
lado contrario, quitarme de su camino y dejarle pasar, mas el misterioso motero
me siguió como si estuviésemos encadenados el uno al otro por un hilo
invisible. ¿Me estaba persiguiendo? ¿Qué quería? Temí que si aceleraba su
velocidad un poco más me derrumbase, pero la moto se acompasaba a mi ritmo,
aunque tampoco pretendí comprobarlo reduciendo mi ritmo.
-¡Pasa!- grité moviendo enérgicamente la mano derecha
en señal, aunque no demasiado por miedo de perder el equilibrio y caer al
suelo.- ¡Está libre, idiota!
No había nadie más en la carretera, a primera hora de
la mañana y en esa parte de las afueras de la ciudad el camino estaba
abandonado. ¿Por qué aquella moto había decidido molestarme? ¿Un gracioso? ¿Un
loco? ¿Un violador? Ya no sabía qué pensar, pero el miedo empezó a ahogarme
lentamente la garganta y los muslos de las piernas me escocían por la tensión
de mi cuerpo y el esfuerzo por mantener esa velocidad.
Pero de repente todo paró, como si el tiempo se
hubiese congelado, una secuencia a cámara rápida y la pulsación del pause sin
previo aviso. Lo primero que sentí fue el aire arañando con fiereza mi cara,
después el aire fue sustituido por algo afilado y por último la negrura.